Crítica de arte
Rafael Soto Vergés
Linterna mágica de Picasso (o la estructura de la libertad)
Picasso, se alinea, más allá de aquellas propias semejanzas del pensamiento mítico (oscuras reciprocidades entre elementos y principios, estructuras ambiguas y abiertas, irracionalismo creativo, etc.), toda una extensa red de muy profundas relaciones, culturales e históricas, sustentando la superficial analogía. En efecto, un gran cambio se ha operado en la cultura. Se está viviendo en un estado de gran exalta-
ción de los mitos. Desde Frazer o Lévy-Bruhl hasta Lévi-Strauss se vino produciendo una gran transformación en la antropología cultural, en la etnología. Gran parte de este florecimiento habría que abonarlo a la cuenta del surrealismo. A l menos, las simultaneidades metódicas y axiológicas (devaluación de la estructura lógica, psiquismo exploratorio, captación artística inconsciente, etc.) son altamente ilustra-
tivas. La libertad ha roto amarras, se desarrolla bajo el signo de la estructura mítica. Picasso nunca tuvo, a decir verdad, procedimiento alguno, sino improvisación continua de la forma, del color, de la ima-
gen. Esa ha sido su gramática generativa; podría decirse que, en su tarea subversiva, Picasso acaba en formas que no establecen sino la libertad. Todo esto y más, las dislocaciones anatómicas, las disecciones sobre el plano de dibujo, los distorsionismos y las deformaciones arbitrarias, la indiferenciación y las incoherencias espaciales, parece conocerlo muy sabia y sutilmente el poeta Prévert:
Todos los ojos cíe una mujer juzgados sobre el mismo lienzo.
Los trazos del ser amado batidos por el destino bajo la flor inmóvil de un sórdido papel pintado.
La blanca yerba del homicidio en la espesura de sillas.
Un pordiosero de cartón destripado sobre una mesa de mármol.
La ceniza de un puro tirada sobre el andén de una estación.
El retrato de un retrato.
El misterio de un niño.
El esplendor rotundo de toda la vajilla.
La belleza inmediata de un harapo en el viento.
El terror loco del cepo en una ojeada del pájaro.
El absurdo relincho de un caballo descosido.
La música imposible de muías cascabeleras.
El toro entrando a morir coronado de sombreros.
La pierna jamás vista de una rosa dormida y el más grande oído de sus menores cuidados.
El perpetuo movimiento atrapado en la mano.
La estatua inmensa de piedra de un grano de sal marina.
La alegría diaria y la incertidumbre de morir y el hierro del amor en la llaga de una sonrisa.
La más altiva estrella del más humilde de los perros.
Y, ofensivo tras el vidrio, tenderle el gusto del pan.
La línea de la suerte perdida y encontrada, rota y enderezada, ataviada con los andrajos azules de la necesidad…
Estas son las imágenes que arroja esa mágica linterna de Picasso. Parece claro, en la intención del poeta, el reducir su canto a una especie de ostentación definitoria. Lo presentado, en esta definición ostensiva, discurre como un todo fluídico y simultáneo. Para quien ignorase la obra de Picasso, si ello fuese posible, se haría necesario declarar que, más que el pordiosero de cartón, el misterio de un niño y el absurdo relincho de un caballo descosido, le acercaría mejor a
su pintura la interpretación contextual y sincrética de este largo poema de Prévert. Sus brillantes imágenes, alineadas en una sucesiva y casi alucinante enumeración caótica (este es el justo nombre que
recibe tal recurso estilístico en la moderna preceptiva poética), imponen un desorden, incluso un fatigoso torbellino; ese es el caos
aparencial bajo el cual subyace aquel orden oculto del arte, de que nos habla el esteta Anton Ehrenzweig: Los increíblemente convincentes retratos de Picasso desafían a cualquier confrontamiento analítico con sus mezcolanzas y sus deformaciones de todos ios detalles del rostro. Mas sólo podremos juzgar sobre el parecido del retrato si nos
hemos puesto a tono con esta clase de representación. Entonces no enjuiciaremos ya la verosimilitud del retrato analizando sus rasgos uno a uno, sino captando su conjunto como un todo indivisible[1],
Guando nos han hablado de un todo indivisible, nos han llevado de la mano, casi sin darnos cuenta de ello, hacia el aspecto de la significación estructural. En uno de los últimos retratos de la serie que pintó Picasso sobre su secretario Sabartés el artista invirtió la posición normal de las gafas del modelo, apareciendo éstas al revés sobre la cabalgadura de la nariz. Pese a ello, el conjunto no queda resentido, sino que encaja admirablemente. El arbitrario retrato resulta
así uno de los más convincentes y «realistas» de la serie. Hay una aleatoria de los trazos e imágenes, resueltamente irreductible a un
análisis consciente. Prévert nos habla de ella en el verso primero del poema: todos los ojos de una mujer jugados sobre el mismo lienzo.
Pero esta aleatoria iconográfica, colateral a ciertos puntos del doctrinalismo surrealista y a las oscuras reciprocidades del pensamiento
mítico, nos remite indefectiblemente a la estructura de la libertad. Sus partes son complejas, fluyentes, alógicas entre sí. Su dialéctica interna se formula entre la rebeldía o la sumisión a la llamada representatividad realista. En su famosa obra Arte e ilusión[2], Gombrich nos descubre los límites de aquella libertad artística. El realismo representativo no puede emanciparse en esa libre’ traslación ideal de las captaciones subjetivas del creador. El realismo se define por la
preexistencia de unos ciertos esquemas que regulan las representaciones personales que el artista ha obtenido de su visión del mundo
externo. Pero esos esquemas no son nunca inmutables: evolucionan con las épocas y con los cambios de cultura. Sus estructuras lógicas son interferidas y afectadas por la acción inconsciente y autócrata de la tarea creadora. Así resulta que el artista ejecuta una acción subversiva, transgrediendo un esquema que en sí mismo es un código
y un convenio social. Como dice Ehrenzweig, el artista creador refina más esos esquemas y entonces compara con la realidad externa las
nuevas formas de su invención. La inicial «constitución» del esquema ha de ser justificada mediante la «confrontación» del ensayo resultante con la realidad[3].
Antes de Picasso, ciertas transformaciones anatómicas, ciertos desplazamientos de las partes del rostro, resultaban inteligibles y
absurdas para la visión analítica del normal espectador. Hoy ya son francamente aceptables esas «monstruosidades» que agredían al esquema; ya no producen la impresión confusa de fragmentarismo ca-
prichoso y anárquico, de violenta escisión del realismo. Como ha observado Gombrich, esa «confrontación» de la obra artística con la
acepción convencional de realidad (o, dicho de otro modo, con el esquema aquel elaborado por la cultura de la imagen) puede verificarse por dos vías: la analítica o bien la sincrética. El parangón analítico, que quiere ver las cosas «como son», implica una noción de orden, tradicional y anclado en la cultura de los signos estables. Este consciente análisis se adapta, en la moderna estética, a la llamada psicología de la «Gestalt». Es la psicología que sólo ve el sintagma en la
pieza poética, la figura en el cuadro, la melodía en la obra polifónica.
Frente a esta visión analítica, gestáltica o consciente, la obra de Picasso parece propugnar la captación sincrética, inconsciente y conjunta. Sus deformaciones, «irrealistas» por partes, redundan en el todo
de la obra como una producción más libre y más real. Su aparente descuido y desgaire no hacen a su pintura caótica o, mucho menos,
inestructurada. Picasso, postulando aquella captación indiferenciada o «polifónica» (como la llama Ehrenzweig), permite penetrar en estructuras más complejas y amplias.
Hay seres humanos que, de poseerlas, no sabrían qué hacer con su imaginación y con su libertad. Su inhibición es comparable a la
de los pájaros que, criados en jaula, rechazarían cualquier coyuntura de liberación. La estructura indiferenciada de la fantasía se corresponde con la primitiva y todavía indiferenciada estructura de la visión
infantil del mundo. Pero la característica más acentuada de la infancia tal vez sea la falta de responsabilidad específica, la ausencia de
una estructura psicológica autocontrolada. Piaget ha puesto en boga el término de visión «sincrética» para calificar lo peculiar de la manera infantil de ver las cosas, para calificar a ese arte infantil tan coincidente con el modo «caótico» de la pintura de Picasso.
En resumen, el gestaítismo, la visión analítica y diferenciada, la razón lógica y amparada en las ideas estables, parece propugnar la
aceptación de responsabilidades y demarcaciones frente al ambiguo
caos debido a ese misérrimo derecho de conservación de la estructura psicológica. Conozco muchos hombres todavía que, frente a una pintura de Picasso, reaccionan con una negativa tan desesperada que
parece que tratan de defender sus propias vidas.
El sincretismo, en cambio, situado en los niveles superiores de la intuición primaria y creadora, aparece implicado en el concepto de indiferenciación, de la fuga de responsabilidades, de la inmersión en
la atmósfera mítica, de la disipación de la estructura psicológica. Su mundo es el de la infancia y el de la demencia, pero también es
el de la vida, el de la creación, el de la libertad. Es como un vino caro que se bebe gustoso sabiendo lo que cuesta. Prévert conoce los peligros y delicias, la caótica sabiduría y la locura controlada de esta
única vía deseable, de esta rica y mortífera ebriedad:
La embriagadora aparición de un racimo de Málaga sobre un pastel de arroz.
Un hombre en un tugurio fastidioso a fuerza de pudor por el mal de un país.
Y el fulgor cegador de un paquete de velas.
Una ventana sobre el mar abierta como una ostra.
La pezuña de un caballo, el pie desnudo de un quitasol.
La gracia incomparable de una tórtola sola en una casa sola.
La gravedad muerta de un péndulo y sus momentos perdidos.
El sonámbulo sol que despierta sobresaltado en medio de la noche ia belleza soñolienta y de pronto deslumbrada que echa sobre
sus espaldas el manto de la chimenea y lo arrastra consigo en el negro de humo enmascarado de blanco de España y vestido
de papeles pegados.
Y tantas cosas todavía.
Una guitarra de madera verde meciendo la infancia del arte.
Un billete de ferrocarril con todos sus bagajes.
La mano que destierra un rostro que desfigura un paisaje.
La ardilla acariciante de una muchacha nueva y desnuda.
Espléndida, sonriente, dichosa e impúdica.
Surgiendo de pronto de un depósito de botellas o de una caja de música como una panoplia de plantas verdes y fálicas.
Surgiendo también de improviso del tronco putrefacto de una palmera académica nostálgica y desesperadamente vieja como lo
antiguo.
Y las campanas huecas de la mañana heridas por el grito de un periódico vespertino.
Las terroríficas pinzas de un cangrejo emergiendo desde el fondo de un cesto.
La última flor de un árbol con las dos gotas de agua del condenado…
Verdaderamente, existe en el hombre una llamada de demoníaca embriaguez que el mundo de la lógica, de la ataraxia racional no
puede soportar. Este impulso es contrario, en el terreno de la ética, al bien; en el de la estética, al de la belleza. Pero el mal, como la
fealdad, ¿no son posibles, acaso, gracias a la libertad? Con motivo de la muerte de Picasso los asociados de la crítica española nos
reunimos en el museo Lázaro Galdiano. Durante la tertulia alguien comentó la «fealdad intrascendente» de su obra. Sin embargo, pienso, la noción de fealdad en el arte, nada intrascedente por supuesto, es
la puerta de entrada a una antropología de su libertad. Picasso, por encima y por debajo de ser un gran artista, ha sido sobre todo un
gran libertador. Un gran libertador de sí mismo y de esa alta burguesía que, comprando sus cuadros, se lanzaba a la enajenación de una cultura inválida, a la violación de unos gustos artísticos, a la trans-
gresión de una razón social. Esa linterna mágica, con su chorro de imágenes atroces, discordantes, absurdas, fanatizó al viejo espíritu de Europa, levantando a la gente hacia una accesis de lo prohibido,
de lo libre, de lo irracional. Se abandonaban las responsabilidades personales, el compromiso del buen gusto, la compostura de la tradición. Lo importante de todo quizás fuera el salir de la jaula, sumarse
colectivamente a la ruptura enérgica y rebelde con el mundo anterior. En la antropología de Bataille hallamos algunos elementos esclarecedores: No podemos sorprendernos si la búsqueda de la soberanía
está unida a la infracción de una o varias prohibiciones. Esto quiere decir que la soberanía, en la medida que la humanidad se esfuerza por lograrla, nos exige situarnos «por encima de la esencia» que la constituye. Esto quiere decir también que la comunicación profundasólo puede hacerse con una condición: que recurramos al mal, es
decir, a la violación de la prohibición[4].
La razón, el bien y la belleza (en lo que tiene ésta de establecido canon) son las variadas formas del equilibrio colectivo, de la vida social. En una sociedad desprestigiada, el hombre se negaba al sacrificio inútil de su compromiso; enajenaba responsabilidades, marchando a la conquista de aquella parte de su ser que la razón establecidale negaba. Se puso en marcha entonces esa estructura mítica que en el héroe moderno adopta formas colectivas: la masificación del ideal,
al igual que en el cine y su linterna mágica, encontraba en Picasso la verdadera imagen de sus sueños salvajes, de su soberanía a borbotones liberada. La mano que destierra un rostro, que desfigura un paisaje, es esa misma mano que ha enarbolado la bandera del pensamiento mítico, de las categorías inconscientes, de la honda libertad
aherrojada. Decía Bataille que el mundo sólo es habitable a condición de que nada sea respetado. Así parece que lo exigen las estructuras de la libertad y esas nuevas estéticas de la pintura picassiana. El mito
se hizo carne y habitó entre nosotros. Picasso fue la rebelión, la voluntad de estructurar la dimensión secreta de la vida, aquella que los
hombres pagarían muy gustosos con la suya.
Rafael Soto Vergés
[1] Anton Ehrenzweig: El orden oculto del arte. Edit. Labor, Barcelona, 1973.
[2] E. H. Gombrich: Art and ¡Ilusión. Phaidon. Londres, 1960.
[3] Anton Ehrenzweig: El orden oculto… (op. cit.).
[4] Georges Bataille: La part maudite. París, 1949.